Microrrelato - Odisea mañanera

miércoles, 11 de noviembre de 2009

 

Érase una vez (o alguna más) la historia de la odisea mañanera de un
universitario, que realmente comienza la noche del domingo.

Coges el móvil. Menú. Ajustes. Reloj. Alarma. 6:45..., uff. Tono de alarma
¿canción de cuna? ¿Concierto de Aranjuez? ¿Bocina de barco? ¿Sonido
despertador común? Bah, mejor una de Beyoncé. A la cama, que mañana
madrugas. Bueno no, mañana no, hoy. Es las 1:15 de la noche.

(Pocos minutos o segundos después...)

Apagas la alarma, se supone que son las 6:45 ¡mentira! Si casi sientes la
cama fría y tienes el mismo o más sueño. ¿Qué piensas a esa hora? No he
dormido, la profesora no va a venir seguro, tengo muy mala cara como para
salir a la calle..., bueno eso sin sueño también. Te decides a empezar
bien la semana, te levantas. 6:55.

Siguiente pensamiento. Tengo que llegar a la facultad a las 7:35 porque la
profesora —cuya puntualidad es algo más que inglesa— empieza justo a las 8
y si llegas 5 o 10 minutos más tarde (como ocurriría si coges el siguiente
autobús) puedes entrar, claro, pero para sentarte en el suelo o detrás de
una bonita columna, con un espacio de medio centímetro cuadrado
aproximadamente para la mochila, el chaquetón, el asiento y la libreta
para tomar apuntes.

Después de lograr vestirte lo suficientemente abrigado como para no pasar
más frío que en la comunión de Pingu, sales a la calle. ¿Desayuno? Luego,
cuando tenga un hueco libre.

Parada del autobús. Solo piensas una cosa. Frío, frío y frío. Al rato
(según el reloj uno o dos minutos pero seguro que está mal, han pasado 20
o 50 veces más que el tiempo que has dormido) ves asomar una lata de
sardinas envasadas al vacío que te tiene que llevar a la universidad (o
alrededores). Pasas la tarjeta-bus, te abres paso con los codos cuan
jugador de rugby y te estableces en tu sitio después de que te dejen los
pies como un lenguado de tantos pisotones. Ya no tienes frío, claro, no
tienes sitio ni para caerte, como para tener frío. Por lo menos puedes ir
con las manos libres, no hace falta que te agarres.
Una vez que bajas del autobús, recorres el trecho desde la parada a la
facultad invirtiendo todo el tiempo posible para no llegar demasiado
pronto, sin éxito, por supuesto.

Son las 7:35, las puertas no están abiertas y solo esperan dos o tres
alumnos en tu misma situación y con la misma cara de frío y sueño. Esperas
a que empiece la clase, miras la hora durante la misma unas 15 veces
esperando que termine 15 minutos antes, como acordamos para desayunar pero
cuando sales de clase son las 9:55 y tienes que coger sitio para la
siguiente asignatura. ¿Y el hueco libre para desayunar? Bueno, con un
buche de agua te das por desayunado, que cualquier momento es bueno para
ponerse a dieta, aunque sea por cojones.

Al finalizar las clases te diriges a casa hambriento, aunque no desayunar
te ayuda a entrar mejor de nuevo en la lata de sardinas que te lleva de
regreso.

Aprovechas lo mejor que sabes la tarde, tanto que te parece que tiene una
duración igual a la tercera parte de la primera clase de la mañana. Al
acostarte piensas que lo peor ha pasado, el lunes ya se ha acabado.

Martes. Te levantas. Te vistes. Abres la puerta. Llueve, o más
concretamente diluvia (me voy a cagar…). Sigues en actitud positiva y
coges el paraguas. Consigues nadar/bucear hasta la facultad. Te dispones a
entrar a la primera clase cuando te das cuenta de que hay un papel en la
puerta que dice "la profesora X no puede asistir hoy a clase". Sabes que
los familiares no tienen culpa pero igualmente te acuerdas de ellos muy
rápido. Ya que tienes que esperar ¿te imaginas que tampoco tengas la
siguiente y última clase?

Y decían que el lunes era el peor día.

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